‘Moonlight’ es la
mejor película.
Sea como fuere.
Otro
año más me he hecho un buen bol de palomitas para atender online a la entrega
de premios más famosa del mundo. El teatro Dolby volvía a albergar a tantos
famosos americanos como españoles la serie ‘Cuéntame’
—o alguno más— y Jimmy Kimmel iba a ser el maestro de ceremonias del
hundimiento del titanic de las de entregas de premios, o quizá la gala
más rentable a nivel publicitario de la historia de la academia.
La
noche comenzaba dando un poco de carnaza antes de meter los premios aburridos,
y así, Mahershala Ali, pasaba de ‘Luke
Cage’ a mejor actor de reparto dentro del mismo año cinematográfico; si eso
no es un ascenso meteórico, nada lo es. Luego fueron saliendo los premios y los
divertimentos tan típicos de los Óscar, tan vacuos e innecesarios como todos
los años, pues si algo les gusta a los americanos es montar un espectáculo bien
grande de cualquier acontecimiento. Así tenemos casi cinco horas de una entrega
de premios que difícilmente hubiera llegado a dos sin esa grandilocuencia, pero
claro, ciertos actos responden a ciertas reputaciones.
Según
avanzaba la noche fueron saltando algunas alarmas, como que la deplorable ‘Manchester frente al mar’, que no se
deja salpicar por las polémicas al contar con un blanco adinerado en su
reparto, ganase el mejor guión original o aún peor, que una basura del tamaño
de ‘El libro de la selva’ se alzase
como mejores efectos especiales por encima de ‘Doctor Extraño’, o ya el disparate total, que ‘Suicide Squad’ —nominada por azar y
alguna copa de más— ganase a mejor maquillaje por encima del trabajazo de ‘Star Trek: Beyond’. Jimmy Kimmel estaba
al cargo y eso se notaba totalmente, esta gala de los Óscars nos estaba
contando una serie de chistes sin gracia que se iban acumulando como las
grandes pilas de heces de ‘Jurassic Park’.
—Amy Adams presentando un premio de la organización
que no la quiso nominar—
El
óscar a mejor fotografía de ‘La La Land’
y el de mejor actriz de reparto —merecidísimo— de Viola Davis, iban calmando
las aguas, porque, aunque la inefable y sobrevalorada hasta el hastío ‘Zootropolís’ se estaba llevando el
premio gordo de su categoría, había aún un regusto agradable con ciertos premios
y que Damien Chazelle ganase como mejor director acababa de subir todas las
apuestas, pero entonces EEUU se retrató de nuevo. Cassey Affleck, pese a que la
polémica sí le costase todo a ‘El nacimiento de una nación’, se alzaba
terroríficamente con el Óscar a mejor actor principal, mientras su hermano
aplaudía, olvidando que podía ser un buen director y guionista, recordando el
esfuerzo que le debió costar sacarle brillo al apellido Affleck para todos los
viejos casposos de la academia.
Puede que los jueces de puerta cerrada cedan
para contentar diferentes intereses, pero que un país que ha elegido
democráticamente a Donald Trump, sitúe como cara de la empresa a un hombre
blanco adinerado de una familia de toda la vida del país, y su pequeña y rancia
sociedad, no es ninguna sorpresa. Es ese algo que uno no quería ver ante sus
narices. Sí, de cara a las cámaras no paramos de ver a cantantes, actores,
actrices y otros diferentes artistas —adinerados— quejándose de Trump, pero
tras los focos se esconde la realidad no tan visible, pero sí muy palpable.
Es
esa realidad la que ha ejercido el voto más rancio de los últimos años,
premiando la absoluta parquedad interpretativa del niño bonito de los Affleck.
Al menos fue agradable recordar la cantidad de razzies ganados por ‘Batman Vs Superman’ y ver cómo Ben
Affleck veía ante sus narices como no era él el Affleck que ganaba el Óscar a
mejor actor.
Lo
que menos esperaba yo en una situación tan desagradable y tensa era un cambio
total de vertiente, y encima uno doble. Lo que en inglés se llama un “game
changing” y en español se podría describir como una vuelta de tuerca total.
Primero, con Cassey ganando ese premio tan importante, esperaba que el de mejor
actriz apestase a naftalina y se lo dieran a Natalie Portman por el mero hecho
de haber interpretado a la viuda de américa, al margen totalmente de su talento
o calidad interpretativa en una película que a día de hoy aún no he podido ver.
Y llegó mi gran sorpresa; los que me conocen saben que para mi es una musa, mi
absoluta favorita. La llevo siguiendo desde sus más tempranos comienzos,
donde —de aquella— la poca prensa que hablaba de ella la trataba de convertir
en el relevo generacional innecesario de Mila Kunis. Lo sé yo tampoco lo
entiendo, pero seguir su trayectoria y ver cómo Emma Stone recogía el Óscar a
mejor actriz —de las manos de Leonardo DiCaprio, para coronar la sesión de
autofanservice— ha sido tan especial y emotivo para mi como el saber del último
tango que bailará Jack Nicholson. Palabras mayores.
Pero
los Óscar, aparte de retratar a Estados Unidos, también estaban por cerrar 2016
con el sello que merece un año tan desaliñado e injusto. Llegaba el premio a
mejor película y surgió el nombre de ‘La
la land’.
Los miembros del equipo y el reparto estaban turnándose para dar
el siguiente discurso cuando surgió: ‘La
la land’ no era la película que figuraba en la papeleta como ganadora
absoluta, si no ‘Moonlight’. Al parecer la academia se había columpiado de mala
manera y fue parte del propio equipo de ‘La
la land’ quienes decidieron anunciarlo, retirándose con mucha más clase que
la administración que organizaba ese circo.
Lo
peor de todo es que ‘Moonlight’ es la
mejor película bajo estas circunstancias. Ahora, todo el lucimiento o
publicidad que pudiera ganar la peli se verá reducido a titulares
sensacionalistas sobre la cagada en los Óscars y no sobre la calidad del filme,
que la tiene y muchísima. Los Óscars crean el precedente de destruir un momento
tremendamente importante para el cine, para el cine de color y para resarcirse
a sí mismos de su reputación racista de la gala anterior. Pero sobretodo, lo
más triste es que dilapiden con su torpeza —guionizada o no, espero que no— a
una magnífica película.
Jorge
Tomillo Soto-Jove
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