Lo
sé, lo sé, esto no es “exactamente” una crítica de cine o televisión. Aunque si
os quedáis a leerla hasta el final, además de conocerme un poco mejor, veréis
que sí que apunta maneras. Si alguien nota esta crítica un poco menos formal,
es intencional, no alarmarse.
Vale,
antes de nada os tengo que dar un poco de contexto. Nunca he sido el chico más
sociable. Soy tozudo y cabezón, pero tengo mi profundo y oscuro yo interior. Mi
filosofía de vida es la palabra y dogma de Peter Parker —además de todo lo que le debo a mis padres—; con su responsabilidad
en base a su acción reacción. Tampoco me gustaba demasiado ni la música, ni el
cine o el anime o casi nada. Vale, sí, veía ‘Punky Brewster’, ‘Alf’ o ‘La familia crece’ o devoraba ‘Reena y Gaudy’ y 'Digimon', pero no era
algo que yo hubiera elegido.
Todo eso era algo de mi época, eso era ser un niño
para mi. Bueno, puede que Digimon si fuera un poco elegido, pero eh, yo no he
dicho eso. Todas esas cosas y, bueno, mi devoción absoluta a la gameboy y puto
Pokémon —incluso la llevé al colegio un día de “trae tu hobby favorito a clase”
con el Pokémon Plata—. Tampoco valoraba demasiado la música; consumía lo que
estuviera a mi alrededor; desde Julio Iglesias a La oreja de Van Gogh y alguna
cosilla en inglés.
Entonces, cuando yo tenía unos doce años o así, Cartoon
Network empezó a emitir ‘Dragon Ball Z’
a eso de las once de la noche, y siempre había sido uno de mis fetiches
prohibidos, ya que estaba mal que los niños la vieran y todo ese rollo. El amor
fue inmediato. Todo lo que hiciera o dejara de hacer Goku absorbía toda mi
atención. Pero eso no fue lo que marcó el hito en mi vida.
A
esa tierna edad, estaba yo en una excursión del colegio, hastiado por que todos
mis compañeros se deleitasen con el pop más básico de España, cuando un amigo
me dejó su discman. Mi cara de aburrimiento debía ser colosal, pero me puse
esos cascos, le di al play y Chester Bennington llegó a mis oídos. No recuerdo
si fue la primera canción, pero cuando In the end llegó a mi vida todo cambió.
Encima este efecto se multiplicó con el nacimiento de YouTube —si, yo estuve
ahí para vivir el clásico y demente “Ok, hi, so…My name is Boxxy”— conocí lo
que era un AMV y ahí llegó la marca a fuego en mi corazón.
Los ritmos de In the
end, mezclados con la acción de Dragon Ball fueron una jodida catarsis para mi.
Recuerdo con especial cariño un vídeo en el que, con In the end de fondo, Goku
y Vegeta se pegaban de leches con Janemba y… ¡joder! Era increíble, la épica
adolescente de Dragon Ball cobraba para mi yo de aquellos años una dimensión
inalcanzable e inexplicable con palabras.
Simplemente lo vivía, día y noche,
Gogeta acabando con Janemba y cómo los acordes finales de In the end exponían
que la violencia, pese a ser espectacular y cautivadora, podía no ser la mejor
solución. Esa lectura era totalmente mía, dada por esas teclas de piano al
final de una canción que, junto a un vídeo mal montado y pobremente editado
hacían bullir mi espíritu. Incluso capturaba ese audio con la grabadora del
móvil de mi hermano para irlo escuchando por la calle. La música y el anime,
tomaron otro peso y ritmo totalmente diferentes en mi vida, catapultándome a
los primeros compases de lo que soy hoy.
Pasaron
unos años y, aunque el amor a DBZ y Linkin Park estaban muy vivos, la sangre en
mis venas corría en otra dirección: la de la adolescencia en su máximo apogeo. ‘Wherever you will go’, Avril Lavigne, un
poco de Muse y alguna cosilla más, musicalmente me entretenían. Y aunque
todavía no había llegado a aceptar el cine en mi vida como lo hago hoy, sí veía
tímidamente alguna que otra película —pero siempre me mantendré fiel a ‘Jurassic Park’ y ‘Tiburón’ que, aunque atestaron de pesadillas mi infancia, son
amores indiscutibles para mi. Junto a ellas solo recuerdo con tanto cariño ‘Esencia de mujer’ y ‘Pesadilla antes de navidad’, la cual yo
no dejaba alquilar a mi hermano porque tenía la palabra “pesadilla” en el
título y eso me daba miedo—. Aunque mis gustos de cine eran los que sugiriesen
mis amigos o familiares.
Y no sé muy bien cual de los dos llegó primero, pero
en esta época asocio ambos al mismo sentimiento; la adolescencia en sus horas
bajas, con sus sombras más que luces. Aquí entró para mi con todo y sin dejar
nada sin derrumbar ‘Welcome to the black
parade’. Gerard Way se posicionó donde antes había estado Chester y arrasó
con todo. Nunca me consideré “emo” pero joder que si me sentía representado por
cada palabra de cada canción de My Chemical Romance.
Y, ahí, en mitad de todo
ese florecer y esa amalgama de sentimientos desbordados y mal controlados,
llegó el heredero natural de ‘Dragon Ball
Z’. Llegó a mi vida ‘Naruto’.
Nunca me gustó más que DBZ, incluso tuve varias discusiones con Narutards al
principio de su existencia, defendiendo como indiscutiblemente mejor todo lo
que hicieran los Saiyans. Pero luego fui dejándome derrotar por su narrativa
con mucho más meollo, renovando mis votos con el género y el medio. Insertad
ahí todo tipo de AMVs megadepresivos e intensitos y tendréis mi adolescencia a
grandes rasgos.
Me encantaba la lógica y la tragedia de Naruto, me enamoraban
las letras y el tono de MCR, que me hacían sentir que, siendo un adolescente
asocial, no tenía que escuchar Simple Plan para sentirme representado con todo
el topicazo y patetismo. Que ojo, también los escuchaba, sobretodo viendo GTO,
pero esos dos llegaron unos años después.
A
día de hoy me gustaría volver y echarme a llorar con ‘Welcome to the black parade’, o posicionarme dentro de ‘Teenagers’ y no fuera como me pasa
ahora. En aquella época todo era mucho más ingenuo y sencillo —como para todos,
supongo—, porque no fue hasta más o menos Naruto Shipuuden que no conocí de
verdad lo que era sentirse hundido.
Con Naruto y MCR a mi lado afronté por
primera vez la experiencia de lo que es una perdida y eso no lo voy a olvidar
nunca. Cómo esas animaciones o esas canciones del grupo me hacían sentir un
poco menos solo. Cómo el irracional positivismo de Naruto, contrastado con su
suerte, y las letras de Gerard Way, me hacían balancear un sentimiento o la
transición hacia otro. Para Goku y Linkin Park guardo ese florecer, esos
primeros pasos de rebeldía. Ese sentirte diferente por primera vez por no
esconderte y atreverte a ser “un rarito”.
Para mi Dragon Ball Z son esos cielos
azules que tanto asocio al verano, como esas playas de ‘Kingdom Hearts’. Son esas músicas como la famosa canción de la
genkidama o es la acción trepidante que sólo aderezaba bien Linkin Park. Y no
únicamente con ‘Hybrid Theory’ o ‘Meteora’, DBZ y LP siempre han ido
unidos para mi. Como lo han ido Naruto y tantos y tantos AMV. Hasta a día de
hoy tengo casi siempre a mano uno de Naruto e Imagine Dragons, unos cuantos de
Dragon Ball con cualquier música y de todo con grupos como Three Days Grace.
Lo
cierto es que, aunque ni MCR ni LP existan ya, tampoco existe el yo de esos
años, que ha evolucionado en una cosa mucho más amarga e irónica, con su punto
dulce. Pero nunca habrá una revolución interna tan grande a nivel audiovisual
—ya que esta crítica se alargaría en otro más si hablase de Emma Stone— como
esas dos gotas de agua en mi vida. Esos dos momentos clave en los que no tenía
nada más dentro de mi que esos cielos azules o los bosques de Konoha y las
músicas que siempre los han acompañado. No es que no me haya hecho a mi mismo,
es que cada vez valoro más cómo las cosas que están a mi alrededor van
confiriendo mi carácter, para bien o para mal.
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