Quiero empezar diciendo y dejando claro que este artículo no pretende en ningún aspecto afrontar lo que tiene que decir como un debate teológico. Yo siempre he adorado 'El Príncipe de Egipto' y voy a abordar este tema desde el punto de vista de la construcción narrativa y el discurso de lo que es, una obra de fantasía.
Desde niño he visto una de las obras cumbre de la carrera de Hans Zimmer y siempre me he sentido mal mientras todos los que veía conmigo en las salas de aquel colegio católico en el que pasé 11 años, no parecían ver lo mismo que yo. La música es una fantasía, la animación espectacular y casi ni parece de Dreamworks, pero hay una cosa que siempre me ha escamado: su discurso. Entiendo qué quiere contar como mensaje, pero me parece que los deditos con los que señala culpables apuntan en la dirección que no es.
'El Príncipe de Egipto' nos presenta el regreso a casa de un hombre que se ha reencontrado a sí mismo en el desierto y que, mediante la exploración de mundos nuevos ha desarrollado dos poderes: la magia y la conciencia de clase. Así que se decide a volver al pozo donde tan cómodo estaba antes, para usar sus nuevas habilidades y así liberar a los esclavos que una vez le sirvieron y que tanto tiempo sirvieron a los que él creía su familia. La película establece dos bandos de una forma, en principio, completamente maniquea. Su retrato se ve polarizado por un fuerte simbolismo, presencia estética y gran uso de posicionamiento en pantalla, pero ¿y si uno de los dos bandos no fuera tan honesto como el otro?
Empecemos por el más obvio, Ramsés, interpretado por el lateral izquierdo del Real Madrid, Roberto Carlos. Él siempre ha visto cómo su padre torturaba sus expectativas de atención mediante la más absurda exigencia, esperando así que su hijo desarrollase algo más que un impecable eyeliner y musculatura para alimentar a toda la biculture. Pero esta educación siniestra y autoritaria genera en Ramsés odio, celos y una obsesión malsana con las estrellas, junto a las cuales cree merecerse estar por derecho "natural".
De modo que, cuando Moisés acude a él diciendo que una voz en su cabeza le ha dicho (de forma behemente y con amenazas nada veladas) desde un seto que rompa las cadenas de la esclavitud en su nombre, lo ridiculiza. Lo expone al prisma cultural del espectáculo y después lo recibe de hombre a hombre, en privado, para dejarse de bromas. Ramsés decide que Moisés y él hablen como iguales porque cree que a su hermano adoptivo le ha dado demasiado el sol y que oler tanto cabra no puede ser sano.
Aquí empiezo a ver los problemas. Donde Ramsés se plantea como un personaje directo, tiránico y sumido en las tradiciones y conciencia de clase de aquellos criados en (y por) el poder autoritario, Moisés plantea un discurso hipócrita, justificándose en las palabras de otro, a quien carga con la culpa final. Así, Moisés se permite a sí mismo la tranquilidad mental que necesita para someter a Ramsés a una apuesta de poder de la cual ya sabe el final.
Para redefinir las miras del Faraón, Moisés acudirá primero a la palabra y al diálogo, pero pronto cederá a la idea de ponerse al mismo nivel del tirano y de ganarle en su propio juego. Donde Ramsés amenace Moisés ejecutará sin miramientos. El genocidio es una idea que 'El Príncipe de Egipto' nos plantea como ajena e inevitable. El poder bajará y arrasará con todos los primogénitos porque estos son los métodos que yo digo, sin discusión. Pero invocar este sucio crimen de guerra no viene sin condiciones.
Toda la película vemos cómo Moisés va y viene para hablar de tú a tú con Ramsés y nunca terminan por entenderse. Sin embargo, es en el momento del armagedón cuando advierte a sus hermanos y a su mujer de que este poder "ciego", que va a bajar del cielo no matará allá donde haya una puerta marcada con sangre de cordero. ¿Avisa Moisés de esto a alguien de la casa del Faraón en algún momento? No. Lo que le dice es que "pasará algo peor". Ni sangre, ni niños muertos en el aviso. Sutil.
Pero encima tiene los cojonazos de presentarse a disfrutar de su crimen de maldito psicópata, la misma mañana de la muerte de su sobrino cuando su padre se lo encuentra inerte. Para aprovechar la ocasión y hacerse él la víctima. Se presenta para regodearse en la culpa de "lo que se ha visto obligado a hacer" para superar el poder de la garra de hierro y hasta se permite un llanto patético en las escaleras, tras llenarse la nariz bien de olor a niño muerto.
'El Príncipe de Egipto' como película tendría ya el diez, si tuviera el valor de afrontar hacerle preguntas al personaje de Moisés. Preguntas sobre el medio y el fin, sobre las causas, el poder y la responsabilidad. Moisés y la voz de su cabeza podían haber ideado un plan para que las fuerzas Egipcias rebeldes, descontentas con su Faraón (a las cuales vemos al final del filme entre los Hebreos) para trazar un plan de rescate. Podía haber tomado medidas menos drásticas. Podía haber infiltrado hombres o incluso, asumiendo esa naturaleza villanesca que le hace bombear sangre; haber secuestrado al Faraón. Había mil formas, pero no, había que asesinar a aquellos que no tienen culpa ni pueden defenderse, para dar un ejemplo incontestable. Para forzar la mano de un tirano, hace falta uno peor.
Ramsés es un personaje brutalmente honesto, criado en la tradición y cegado por el ansia de poder que hará lo que esté en su mano para no dejar ir a sus esclavos. Y sí, se regodea, es un producto puro de su padre. Pero Moisés da el golpe con la mano y le deja la culpa a otro para salir de Egipto cantando, bailando y masacrando a las fuerzas especiales del Faraón con toneladas de agua. Moisés es el verdadero villano porque su perspectiva y discurso son hipócritas. Que "el fin justifique los medios" no cuadra muy bien con esa pinta de pastor de los bosques y sus palabras de unificación, amor a todos los pueblos y salvación. El discurso de erradicación mediante la fuerza y la validación de medios como el genocidio, son crímenes inefables poco propios de la naturaleza heroica con la que 'El Príncipe de Egipto' retrata al personaje.
Al final tenemos una escena de Ramsés en la orilla, enfocada desde muy lejos para retratar que, pese a todo su poder, el Faraón lo único que fue siempre era un hombre muy pequeño y solo. Uno derrotado. Un hombre educado en perpetuar la esclavitud de forma ciega (y con mano de hierro) porque así lo dijo toda su dinastía antes que él. Un hombre pequeño y solo que nunca consideró que su mano obrera y esclava fuesen personas al mismo nivel que él. Él considera a Moisés persona al mismo nivel, antes y después de saber que es Hebreo porque esa idea le fue dada por su familia, (aunque sus "costumbres" sean igualmente injustificables) al igual que todas las demás. Ramsés es un tirano y un villano, pero desde luego no hay héroes en 'El Príncipe de Egipto'.
Cada vez que veo la película acabo por percibir a Moisés como una especie de mago trastornado (con una extraña obsesión y necesidad de sangre) que no percibía la realidad como era. Un hombre enfermo, con superpoderes, que no sabía como gestionar su nueva realidad. Salvo el redescubrir su propio origen para dignificarlo. En su mundo "el elegido" se corona y proclama a sí mismo como un personaje neutral y heroico que "sólo hace lo más justo". Pero para mi la muerte de civiles inocentes es un crimen de guerra y no una postura ética justificable.
El fin no justifica los medios y aquellas frases sobre el sacrificio que repetían ambos Faraones, es el propio "héroe salvador" quien es el primero en llevarlos a cabo, para conseguir lo que quiere y cree justo. Pero eh, la culpa es de una nube o de un seto que me habló fuerte y no pude decirle que no. Moisés deja a Saruman en cinturón verde de fuerza maligna. Aunque que, un pueblo que fue víctima repita los errores de sus verdugos en el futuro, es algo que ojalá sólo saliese en una película o en un fábula.
Jorge Tomillo Soto-Jove
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